A
veces la gente no comprende que diablos hacemos los científicos. Enviamos
cachivaches a Marte o a las profundidades de océano; tomamos muestras de
charcas sulfurosas (o del río Tinto) y nos afanamos en entender a los virus de
las polillas. La explicación más complicada, idiota y que cala en los que no
conocen la profesión: nos apasionan cosas inútiles y gastamos el dinero de los
contribuyentes en ello (y de paso nos pagamos un sueldazo que ya quisiera media
España).
Hace poco Fabra dijo que había que invertir sólo en investigaciones
con aplicación directa. Y hay mucha gente que se pregunta por qué no
concentramos nuestros esfuerzos en el Alzheimer o el cáncer en vez de
preocuparnos por el fitoplacton del mar de Tasmania. Oigo constantemente eso de
que “hay que investigar cosas que tengan aplicación práctica”.
Un
ejemplo claro de por qué este punto de vista no es acertado (ni de muy, muy
lejos) lo expuse en el post que hice sobre la GFP.
Y
ahora me dispongo a relatar otro contraejemplo de ese veneno en contra de la
ciencia básica que se destila por algunos círculos.
Antes
de leer, para comprender todo el contenido del post se necesitan ciertos
conocimientos previos, sobre que es el ADN y su relación con las proteínas y la
vida. Eso se encuentra en el post sobre la GFP, si ya sabes de lo que hablo
sigue leyendo sin problema y si no, échale un vistacillo.
La
ciencia básica es sencillamente tratar de responder a las preguntas que surgen
de la observación y que suelen empezar por cómo y por qué. ¿Cómo hacen la seda las arañas?, ¿Por qué brillan las
estrellas? ¿Cómo obtienen los seres vivos su energía? ¿Por qué desaparecieron
los dinosaurios?... Sin más propósito que el de descubrir los misterios de la
vida, el universo y todo lo demás. La ciencia aplicada por otro lado busca
(como su nombre indica) adaptar estos nuevos descubrimientos que hace la
ciencia básica a situaciones concretas para dar soluciones a problemas del ser
humano. Desde que se comienza a investigar determinado elemento por la ciencia
básica hasta que se consigue aplicar de forma efectiva pueden pasar décadas.
Así un hachazo en la ciencia básica no se notaría de inmediato pues la ciencia
aplicada estaría trabajando sobre cosas que ya están estudiadas desde hace
tiempo. Sin embargo antes de una década se notaría considerablemente la falta
de una base (se ahí lo de ciencia básica) para seguir desarrollando
aplicaciones prácticas.
Para
dejar esto muy claro voy a poner un ejemplo de sobra conocido entre los
científicos del ámbito de las ciencias biológicas, el de la Taq polimerasa.
Empecemos
por el principio que, como siempre en estos casos, es una pregunta. ¿Cuáles son
los límites de la vida? O, en otras preguntas, ¿a partir de qué presión no
existe vida?, ¿a partir de qué temperatura no existe vida?, ¿cuál es la
concentración de azufre máxima que soporta la vida?, etcétera. Esto llevó a los
científicos a buscar seres vivos en sitios inverosímiles. Los polos, volcanes
sumergidos, charcas sulfurosas…
Hasta
los años 60 se pensaba que por encima de 55 grados no podía existir vida. Pero
en el parque nacional de Yellowstone (EE.UU.), entre otros sitios, se
encontraron bacterias que vivían en manantiales cuyas aguas pueden llegar a estar
a 80ºC. Esta nueva clase de organismos que desafiaban lo que creíamos que eran
los límites de la vida se denominaron extremófilos. Y lo más importante, estos
organismos podían realizar sus funciones biológicas (obtención de energía,
reproducción…) en estas condiciones extremas.
¿Y
de que nos vale conocer perfectamente a estos “bichitos”? serán todo lo
interesante que quieras, pero no nos valen de nada.
Bueno,
los científicos tenían un problema que les impedía trabajar todo lo rápido que
ellos quisieran. Y ese problema tiene como eje central el ADN. Como ya saben en
el ADN esta la información que luego acabará haciendo funcionar las células y
organismos. Así que si queremos estudiar en profundidad cualquier (CUALQUIER)
aspecto de un ser vivo no debemos perder de vista esta molécula. Tanto si
queremos obtener una bacteria que genere insulina, como si queremos una enzima
que produzca un medicamento o un nutriente que necesitamos, o si queremos
estudiar el cáncer, es vital conocer la secuencia de ADN del organismo. Podemos
obtener el ADN directamente de la bacteria, de una muestra de tejido… pero el
problema es que estas muestras suelen ser demasiado pequeñas (en cantidad de
ADN) y tenemos la secuencia que nos
interesa (la que codifica el enzima, la proteína oncogénica…) mezclada con
otras secuencias que no nos interesan.
Para
trabajar a pleno rendimiento debemos obtener más copias de nuestra secuencia de
interés. Pero no existe ningún método químico que nos permite copiar el ADN,
debemos recurrir a los seres vivos. Al principio los científicos conseguían
meter la secuencia en un segmento de ADN circular llamado plásmido (que además
de nuestra secuencia tendrá otras partes que ahora no nos atañen). Luego
introducías el plásmido con tu secuencia en la bacteria y la alimentabas para
que se multiplicase. Cada vez que la bacteria se dividía, copiaba el plásmido
para que cada bacteria hija tuviera uno. Cuando ya tenías bastantes bacterias,
las rompías, sacabas todos los plásmidos y quitabas tu secuencia de los
plásmidos que recogías.
¿Cuál
es la pega? Bueno, de hecho hay varias. Ya el proceso de por sí es lento y muy
engorroso y además las bacterias pueden perder el plásmido, dejándote con un
palmo de narices. También tienes que alimentar a las bacterias, que no se te
mueran… un follón. Pero se utilizaba, porque no quedaba más remedio; así que ya
veis que esto de clonar ADN es importante.
Se planteó
la posibilidad de generar el ADN sin necesidad de células, para abordar esto
veremos brevemente cómo funciona el copiado (o replicación) del ADN.
Cada
cadena de ADN presente en un ser vivo está formada por dos hebras unidas. Las hebras
están, a su vez, formadas por unas unidades llamadas nucleótidos. Hay cuatro
clases de nucleótidos en el ADN: de adenina (A), de timina (T), de citosina (C)
y de guanina (G). Los nucleótidos de una hebra se unen a (o hibridan con) los
nucleótidos de la otra hebra.
Y
ocurre una cosa fundamental, los nucleótidos A sólo pueden unirse a los
nucleótidos T; y los nucleótidos G sólo se unen a los C. Para copiar una
cadena, “solo” (en los seres vivos es un proceso harto complejo) hay que
separar las dos hebras y se van colocando los nucleótidos que correspondan
enfrente: si hay una T hay que colocar una A; si hay una C se colocará una G,
etc…
De
este modo podemos obtener dos cadenas a partir de una. Pero los nucleótidos no
se colocan solos, necesitamos la acción de una gran enzima llamada polimerasa
(que es una proteína). Su papel es ir colocando casa eslabón (nucleótido) en la
hebra que se está formando, asegurándose de que el que pone es el correcto (el
que se une al de la hebra opuesta) y lo más importante uniendo cada eslabón de la cadena. Sólo necesita una cosa, que haya
ya algún eslabón puesto de la nueva hebra, de lo contrario no copia (veremos
por qué esto es importante).
Bueno,
¿y por qué no poner a la polimerasa en un tubo de ensayo junto con el ADN que
queremos copiar y que haga su trabajo? No es tan sencillo, aparecen dos
problemas.
El
primero y menos importante es que, como ya se ha dicho, la polimerasa no puede
empezar a copiar sin que haya un fragmento ya colocado, es decir que haya una
zona de doble hebra.
Sin
embargo esto no es difícil de solucionar, ya que mediante síntesis química
(mediante la magia de la química orgánica, sin usar nada biológico) podemos
crear pequeñas cadenas complementarias (oligos)
que se unen espontáneamente. Por ejemplo si mi secuencia empieza por T-A-C,
creamos una mini hebra con A-T-G que se unirá, creando una región de doble
hebra.
El
segundo problema es más importante: cómo separar las dos cadenas para permitir
que se copien. Las células necesitan un complejo sistema de enzimas que
reconoce sitios clave del ADN para separar las dos hebras. Eso es demasiado
como para llevarlo de forma práctica a un tubo de ensayo. La única otra forma
es el calor: a cierta temperatura
(que varía según la longitud y secuencia del ADN), la cadena de ADN se separa
en dos hebras por sí sola (entre 70º y 90ºC). Pero esa temperatura tan elevada
destruiría nuestra enzima polimerasa. Parece que nos encontramos ante un
callejón sin salida.
Sin
embargo, como nos hemos tomado la molestia de buscar vida en sitios a los que a
“nadie” le importaba (volcanes submarinos, manantiales de agua hirviendo…)
sabemos que hay seres vivos microscópicos que no solo sobreviven, sino que
viven por encima de los 70ºC. Por lo tanto deben de poder copiar su ADN (para
reproducirse) a esa temperatura sin que su polimerasa se destruya por el calor.
Y como también nos hemos tomado la molestia de estudiarlos en profundidad
(aunque a la gente le importasen un comino sus proteínas) podemos coger la
secuencia de DNA que codifica su polimerasa, meterla en una bacteria que crece
chupi guay y que esa bacteria cree miles de millones de copias de la polimerasa
resistente al calor, luego las extraemos y ya lo tenemos todo listo, podemos
copiar DNA en un tubo de ensayo. El procedimiento se muestra a continuación y
es lo que se conoce como PCR (polymerase chain reaction).
Lo
genial que tiene también esta técnica es que, si se fijan, sólo se copiará lo
que está comprendido entre los dos oligos, de modo que no copiamos otras
secuencias que no nos interesan, matando dos pájaros de un tiro.
De
hecho fue la invención y perfeccionamiento de esta técnica lo que permitió que
el proyecto Genoma Humano se llevara a cabo con enorme rapidez. Las
aplicaciones son inmensas, además de haber permitido a los científicos contar
con ingentes cantidades de ADN copiado para realizar experimentos y estudios,
esta técnica también se puede emplear para diagnosticar enfermedades o
trastornos genéticos muy rápidamente. Comparativamente, esta invención es como
el telégrafo para las comunicaciones a larga distancia, o como la rueda en el
transporte terrestre. De modo que los euros gastados en investigar “bichitos”
que viven en manantiales de agua caliente, gracias a aplicaciones como esta, se
han convertido en millones de euros y toneladas (por emplear una medida) de
nuevo conocimiento.
Ya
sabéis, si alguien dice que no hay que perder el tiempo y el dinero hurgando en
las bacterias del río Tinto, en las proteínas de las ranas canadienses o en las
medusas de Australia, no tiene ni idea de cómo avanza el conocimiento
científico. Si estos “estrafalarios” programas de investigación se detuvieran
podríamos estar perdiendo la posibilidad de acceder a técnicas o
descubrimientos increíbles.
Gracias por leer.