Hace
algún tiempo vivió un personaje sin duda peculiar. Por comodidad y respeto a su
identidad le llamaremos señor S. Peculiar, porque poseía dos inmensos poderes
que se complementaban. El primero y más extraño era su increíble capacidad para
prever y prevenir accidentes de tráfico. Suena extraño, pero en su presencia
los choques, atropellos o colisiones no ocurrían. Por ejemplo era posible que en un momento
determinado un coche estuviese moviéndose a gran velocidad y a escasos metros
de un peatón, en rumbo de colisión, pero si nuestro amigo estaba presente ocurrían cosas
inexplicables para la física clásica: el coche podía detenerse en seco justo
antes de atropellar a peatón o bien el propio viandante era empujado fuera de
la trayectoria del coche sin que nadie le tocase. Su segundo don es más bien
convencional, la ubiquidad: el señor S podía personarse en cualquier lugar del
mundo en cualquier momento con un poco de concentración.
Cuando
era joven todo el mundo atribuía estos poderes a la casualidad, pero pronto la
evidencia fue tan abrumadora que ni siquiera los más acérrimos defensores de la
física convencional pudieron negar la evidencia de sus poderes. Pronto el señor
S comenzó a utilizar sus dones para salvar innumerables vidas. Fue tal su
esfuerzo que en pocos días la reducción en las tasas de accidentes de tráfico locales
era patente. Y como podía moverse alrededor del globo, todo el mundo comenzó a disfrutar
de sus altruistas servicios. En pocos meses dominó totalmente sus poderes: cada
vez sentía más claramente donde iba a tener lugar el siguiente accidente de
tráfico y el tiempo que necesitaba para teleportarse era cada vez menor. Llegó
eventualmente un momento en el que el número de accidentes de tráfico cayó a
cero, en todo el mundo.
Fue
un momento feliz. Los conductores iban tan tranquilos como siempre, pero con la
seguridad de que nunca les pasaría nada. En miles de ciudades se levantaron
estatuas en honor al señor S, reconociendo su extraordinaria labor, aunque con
un número de coches cada vez mayor se le veía poco. De hecho si uno tenía suerte
apenas podía verle un par de segundos antes de que se teleportase a otra ubicación
para salvar otra vida.
Pasaron
varios años sin que la situación cambiase y la gente empezó a dar al señor S
por supuesto, como algo inamovible; una especie de ley de la naturaleza. Miles
de conferencias fueron impartidas por prestigiosos físicos tratando de elucidar
el misterio, cientos de aparatos colocados para medir campos y fuerzas en
lugares donde ocurrían los accidentes. Los científicos ya casi se habían dado
por vencidos. Intentaron que el señor S dejara su oficio por un tiempo, a fin
de examinarle; pero ningún gobierno u organización les apoyó sabiendo que les
inculparían directamente de cualquier muerte por accidentes de tráfico que se produjese en ese tiempo.
Pasados
más de 10 años desde el inicio de esta etapa dorada, el señor S anunció que iba a aparecer por
primera vez en televisión, para dar un comunicado. Miles de periodistas
solicitaron cubrir el evento, cadenas de todo el mundo pagaron sumas
astronómicas por tenerle en pantalla. La expectación era máxima, ¿habría
decidido desvelar el origen de sus poderes, o como actuaban? ¿Quizás anunciaba
que se casaba? ¿O querría unas vacaciones pagadas por el estado? Los rumores volaban. Las revistas de
cotilleos rastrearon cada centímetro cuadrado en busca de la supuesta novia del
héroe; los periódicos serios analizaron las consecuencias de unas vacaciones
del señor S y las declaraciones de tal o cual político sobre el tema, mientras
las revistas científicas se apresuraban a publicar las últimas investigaciones
con respecto a sus poderes.
Cuando
apareció en las pantallas de todo el mundo, nadie pudo reconocerlo. No se parecía
en nada al joven muchacho que reflejaban las estatuas de bronce de los parques
y plazas o a las fotografías de los libros de historia. Su piel era grisácea,
arrugada y retraída, tal que se le veían los dientes aunque cerrase la boca.
Bajo sus ojos le colgaban unas manchas de color berenjena fruto del inmenso
cansancio. Las orejas estaban flácidas y su cabellera había quedado reducida a
cuatro pelajos mal puestos y muchas manchas oscuras adornando su amplia calva.
Su cuerpo entero estaba esquelético, podías contarle las costillas sin
equivocarte por encima de la camiseta, arrugada y enmohecida; más que un héroe
parecía un anciano recién salido de un campo de concentración o de una hambruna
africana. Comenzó a hablar con voz temblorosa y rasposa, casi como si de una
vieja y dura esponja parlante se tratara. Comunicó brevemente que no iba a
seguir con su labor, que ya no tenía fuerzas para ello y que lo lamentaba
mucho. Tras este breve comunicado, el señor S se personó en su casa, que hacía
años no pisaba, y se cayó en su polvorienta cama, dispuesto a dormir por todos
los años de servicio en los que no había podido hacerlo.
Aparentemente
no cambió nada. Los conductores se dijeron a sí mismos: “Está bien, solo
necesito tener un poco más de precaución”, mientras los peatones pensaban “No
pasa nada, miraré antes de cruzar e iré con cuidado y no me pasará nada”. Los
políticos trataron de mantener la calma anunciando reformas en los códigos de
circulación que evitarían cualquier accidente. Pero ya mientras el discurso del
señor S era emitido ocurría el primer accidente de tráfico en años, en una
carretera suiza, y cundió el pánico. El sol de la seguridad vial absoluta se
había puesto. Una semana después ya había más de diez mil muertos en accidentes
de tráfico.
Las
televisiones volvían a emitir esas imágenes de décadas atrás en las que se
veían restos humeantes de coches con cadáveres entre sus hierros, como macabros
pájaros granates en sus jaulas, y de manchas de sangre bañando el asfalto de
las carreteras, y una vez más comenzaron a verse las caras rojas y llorosas de
los familiares de las víctimas. Los reporteros cubrían estos episodios como si
de una guerra se tratase y así reaccionaba el público. Nadie sabía quién iba a
ser el siguiente, cada viaje era una oportunidad de ganar la macabra lotería de
la insensatez humana y la casualidad.
No
pasó mucho tiempo antes de que fuera hallado el cadáver del señor S brutalmente
asesinado en su casa, en la cama de la que no se había levantado desde que
dejase su vocación. Los autores, familiares de víctimas de los nuevos
accidentes de tráfico fueron rápidamente exonerados por su estado de shock mental.
Las estatuas en su honor fueron fundidas o destruidas en ataques de furia
popular, ninguna quedó en pie.
Incluso
cuando tras unos meses los conductores recuperaron su antigua prudencia y las
tasas de accidentes volvieron a niveles de antes de la aparición del señor S, la
actitud era diferente, el peligro era presente. Las madres se despedían de sus
hijos, las mujeres de sus maridos y las novias de sus novios, como si no se
fueran a ver nunca más; rememorando antiguas escenas en las que se ve partir un
convoy de soldados de una ciudad, con sus seres queridos sumidos en la
ignorancia sobre la respuesta a una sencilla pregunta “¿le/la volveré a ver?”.
Muchas personas no aguantaron el stress o el shock y los gastos sanitarios
aumentaron enormemente por el incremento de consultas a psicólogos, lo que
estuvo cerca de colapsar los sistemas sanitarios de algunos países y provocó el
aumento de beneficios de empresas farmacéuticas dedicadas a producir
tranquilizantes a escala industrial, pero no bastaron para perder la angustia
por el derrumbe de un mundo, antaño seguro.
Pronto
la gente comenzó a movilizarse. En muchos países se promovieron leyes que
prohibían expresamente la entrada de niños en automóviles. Las ventas de coches
cayeron. La demanda de transportes públicos fue tal, que se emprendieron
enormes obras para multiplicar la capacidad de los sistemas de ferrocarril,
tranvía o metro; además de extender la red de transportes a todos los rincones
a los que antes se podía acceder en coche. Casi todas las empresas
automovilísticas quebraron, excepto aquellas que trabajaban en la construcción
y diseño de transportes colectivos, cada día más seguros. Pronto se
implementaron las vías de taxi-buses robotizados o automóviles de alquiler público,
robotizados, guiados por radar y GPS; tan infalibles como antaño lo fue el
señor S en evitar accidentes de tráfico.
Pasado
un tiempo los accidentes de tráfico mundiales volvieron a caer a casi cero. Se había abierto otra época dorada, esta vez, de una duración más
prolongada.
Un
día en una ciudad apartada se erigió una nueva estatua al señor S. Esta vez le
mostraba tal y como se le vio por última vez. En la placa rezaba “Él nos enseñó
a valorar la vida humana por encima de la cotidianeidad de la muerte”.
Espero que os haya gustado.
Gracias.
Está genial, la verdad no sabía como ibas a cerrar la historia, pero has conseguido un buen final. Una historia distinta, pero edificante ;)
ResponderEliminarmuy buena historia, enhorabuena.
ResponderEliminarBrillante.
ResponderEliminarSolo eso, Brillante
Me alegro de que os haya gustado. Se me ocurrió en una parada de tranvía, cerca de un paso de peatones, pensando que pasaría si tal superhéroe existiera y bueno,la historia surgió casi sola.
ResponderEliminarGracias.
Enhorabuena, la verdad es que te hace reflexionar muchísimo!! es muy buena la historia!!!
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